martes, 15 de mayo de 2012

Ardor guerrero en la Domus Áurea

Queridos amigos que nos seguís desde todos los rincones del mundo: Israel, Escandinavia, Siberia, América Latina (alerta, que camina), Alberite, Murillo de Río Leza o Villamediana (paradigma urbanístico de la ñapa hispánica y la chapuza cañí), lo que el pasado Viernes Sí tuvimos oportunidad de celebrar fue algo más que un encuentro de Cofrades, pues a pesar de las lamentables ausencias, sustancialmente dolorosa la del Cabo Gil, tuvimos el honor de contar con la presencia especial de dos invitados de excepción: Jesús y Cayetano. Dos aguerridos excombatientes que, hace la friolera de veinticinco años, arriesgaron sus vidas para defender a Occidente de la terrible amenaza del Pacto de Varsovia. Junto a ellos, codo con codo, enredados en el alambre de espino, compartieron trinchera y miseria la mayor parte de la Cofradía de los Viernes Sí. Los soldados rasos: Bretón, López de Calle, Luezas, Muro y San Román. Ninguno de ellos, ni los cofrades ni los invitados, fueron capaces de ascender en la escala militar. Por eso, insisto, fue especialmente sentida la ausencia del único colega de la Compañía de Veterinaria que logró alcanzar el grado de Cabo, el gran Cabo Gil.
Dos ausencias notables fueron también la de nuestro representante en la marina, el Cofrade Faustino, que encaramado al mástil de una fragata surcó los mares e hizo del Mediterráneo su hogar; y la Cordura del Najerilla, combatiente de guerrilla y experto en agua dulce.

Fue, pues, una cena de soldados rasos, de pícaros de la milicia y genios del escaqueo, como lo fue Bretón, que pasó la mili pegado a su mejor aliada, una muleta, con la que fingía irreparables dolores de rodilla. Tan evidente parecía su condena a una cojera vitalicia que apenas pisó el cuerpo de guardia ni supo jamás lo que era una garita. Ni que decir tiene, que fue obtener la licencia y empezar a correr como un garzón.
Pero no vamos a seguir con las batallitas, porque podríamos dormir al personal, como así hicimos con el bueno del Cofrade Aitor, el único objetor de conciencia de la Cuadrilla, que a fuerza de escuchar conversaciones (por cierto, siempre las mismas) va a acabar haciendo más mili que el mismísimo Sargento Arensivia, ilustrísimo personaje del no menos ilustre y genial Ivà.

Puesto que la introducción ha sido larga, no quiero enrollarme mucho con el parte meteorológico, aunque es cierto que la temparatura acompañó en nuestro primer día de fiestas de San Isidro. Como podrán apreciar más abajo, hasta los Cofrades más frioleros iban en manga corta. Una delicia.
Como eran las fiestas, además día de chupinazo, la tradición manda que hay que perfumar el Barrio de las Bodegas con el bendito sahumerio de las chuletas al sarmiento. Así que dicho y hecho, ahí tienen al Cofrade Bretón sazonando la carne bendecida: cluletillas, choricillo y panceta.
Algunos de nosotros hacía más de veinticuatro años que no nos veíamos y, la verdad, fue un reencuentro emocionante. 
Aunque, como ya he dicho, ninguno de los presentes fue capaz de llegar siquiera a cabo, pronto se vio quién tenía dotes para el mando. Ahí tienen al objetor junto al instructor y frente a ellos los dos invitados. Entre tanto, la tropa rasa se encargaban de llenarles las copas y de cuidar las parrillas. Hablando de parrillas, observen esto, queridos amigos:
Es lo que tiene la combustión de los pámpanos de Baco. El aroma y el sabor que aportan a la carne es difícil de describir, pero a juzgar por su aspecto daba la impresión de que todo estaba listo para el inicio del rito eucarístico.
Agnus Dei. Las chuletillas estaban ya en su punto, había llegado la hora de liberarlas del enrejado de las parrillas.
No pierdan detalle del Maestro Asalari, el Cofrade Javi, con el tridente en diestra y la copa de vino en siniestra, la perfecta simbiosis de Neptuno y Baco. ¡¡¡Bárbaro, Javi!!!
El verso suelto escuchó las conversaciones de la puta mili como quien oye llover. Para él esas historias eran una película turca en blanco y negro con subtítulos en suajili. Y es que Juan no es sólo que tiene cara de niño, sino que es un niño. Eso sí, bebe como un hombre.

Y al fondo Logroño iluminado, magnífica vista que en el argot cuadrillero es denominada "la bahía". Sin embargo, lo que a Juan le ensancha la sonrisa no es precisamente la bahía.
Como ya se ha comentado en la introducción, en el Refectorio no faltaron las batallitas como tema de conversación. Entre copa y copa resucitamos a ilustres infantes de la logistica militar, como Aparicio, Nieves Alonso, el Sabadell, Paulino y otros muchos malandrines del hampa soldadesca, todos ellos trapaceros de primer orden, que se las ingeniaron para hacer de la cantina del cuartel un singular patio de Monipodio. 
De tal manera le dábamos a la lengua que teníamos que estar constantemente practicando libaciones, y parecía como si las propias libaciones nos invitaran a seguir conversando, entrando así en un círculo vicioso, a la par que placentero, del que ninguno de nosotros tenía intención de huir. Y por allí salieron los mulos del San Gregorio en Pamplona, el Hospital Veterinario de Zaragoza y las ambulancias de ganado, de las que fuimos dignos conductores.

Llegó después la hora de los postres. Tan fuerte caló entre los Cofrades la piña que nos ofreció Juan en la cena de La Barbacoa, que decidimos repetir. Oigan, y de nuevo un éxito, porque refresca y porque marida perfectamente con el vino. Aunque, viniendo de nosotros, esto no debe resultar extraño, pues hemos llegado a maridar el vino con una gran variedad de productos, a veces incluso de un modo manifiestamente nefando, como con la bollería industrial. Pero, qué le vamos a hacer, somos pecadores y hemos venido al mundo a sufrir y, por lo visto, también a pecar. A partir de ahí, sólo nos queda la resígnación, amigos.
Bueno, y así fue como pasamos una velada estupenda. Haciendo además firme el propósito de reunirnos periódicamente, es decir, no necesariamente dentro de otros veinticinco años, sino mucho antes. Quizá una vez al año.
Después, bajamos como siempre al Azalea, a tomar café y unas copas. Como eran fiestas, las Fiestas de San Isidro, subimos a la plaza, a escuchar los pasodobles, las rancheras y a bailar en la verbena. Allí, merced a la alegría que da el vino, y doblegando nuestra timidez, invitamos a varias mozas a bailar. Mozas que, todas ellas, por cierto, declinaron nuestras invitaciones, algunas incluso de modo airado. Fue así como acabamos amarrados a la dura barra del bar, contando penas y glorias, y dejándonos llevar por el aliento de la noche. Y así hasta que cantaron de nuevo los pajaritos y...
"Allons enfants de la Patrie, le jour de gloire este arrivé"
Estáis todos bendecidos, caros amigos.

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